Indignación,
impotencia, dolor, injusticia, miedo, odio. Son algunas de las
sensaciones que sobrevuelan nuestras mentes a partir del brutal homicidio
del joven chofer de colectivos en La Matanza, nuestro distrito, casi
un ícono de la desigualdad. Acusamos, reclamamos, exigimos, alzamos
la voz, levantamos el dedo acusador ante tanta incivilidad, desprecio
por la vida e impunidad. Porque actuar así no es más que la
ratificación de que muchos se sienten impunes, que sospechan que
nada se paga en esta vida. O al menos, en este país.
Un
nuevo asesinato a sangre fría conmueve nuestra realidad. Y también
la sensación de que los culpables van a seguir teniendo la
posibilidad de seguir disponiendo de nuestras vidas a su antojo.
Nuevamente se instalará el debate sobre el endurecimiento de las
penas, la baja en la imputabilidad, etc, etc. Lo
que tristemente no se va a establecer -como siempre- es la discusión
sobre qué hicimos todos, cada uno de nosotros, como sociedad para
que estas cosas no ocurran o sucedan cada vez menos. Porque analizar
esa cuestión puede llevarnos a admitir responsabilidades y eso es
una tarea compleja para los seres humanos. Y todos lo somos, aunque a
veces no parezca.
Semanas atrás, en un reportaje a “Gringo” Heinze, técnico de Velez, le
pidieron su opinión sobre los hechos violentos que habían
determinado la suspensión de un partido y respondió que “lo
interesante es preguntarnos qué hicimos como conjunto para no
generar la proliferación de personas violentas”. Y ahí sonamos.
Porque la desigualdad y marginación provocada por los poderosos, que son pocos, pero avaladas por acción o por omisión por muchos, genera violencia y desprecio. Porque vivimos en un país que -por ejemplo- pondera y enaltece a “Pepe Argento”, personaje
nefasto, repudiable y repugnante si los hay. Ícono del argentino
ventajero, especulador, estafador, sin escrúpulos, sin códigos, con
absoluto desprecio por las normas, pero que cuenta con la
admiración de muchos. Por supuesto que Pepe no asesina ni genera
situaciones violentas (físicas), es puro simbolismo lo suyo; pero
cuenta con nuestro aval, con nuestra simpatía.
Tenemos
una sociedad que tiene como norma transgredir las normas. Y nadie
alza la voz. Todos cruzamos en rojo alguna vez -y probablemente
varias-, pero encabezamos la marcha reclamando justicia cuando una acción de este tipo
termina con la vida de alguien, atropellado. Claro que la mayoría
-por suerte-
no asesina, pero no hace mucho para evitar la intolerancia, la
transgresión, el desapego
por las leyes ni las causas que lo provocan. Por si hiciera falta aclararlo, no pretendo equipar
una falta de tránsito con una asesinato, simplemente entender que no
hicimos -no hacemos- mucho por multiplicar los buenos hábitos y el
cumplimiento a rajatabla de las normas, la valoración de la vida, el
respeto por el otro.
En el fondo no es más que la ratificación de
la desigualdad: solemos respetar a los iguales y despreciar a los
distintos y tristemente,
algunos llegan a matarlos. Es simple empujar a los “marginales”
hacia la marginalidad, lo difícil es admitir que
todos colaboramos con esa marginación que después vuelve en forma
de asesinato. Para que desprecien la vida de esa manera, tenemos que
habérselo enseñado como sociedad, no son una isla, lamentablemente.
En tanto no entendamos eso, seguirán repitiéndose las muertes
injustas, desgarradoras y sin sentido, lo
que, sumado a la
inoperancia ejecutiva de este Gobierno insensato, inescrupuloso,
despectivo y despreciable, contribuirá a acrecentar peligrosamente
la efervescencia social.
Claro que tenemos quw ver con lo sucedido...y que tenemos que reveer-nos como sociedad. La desigualdad viene con estos hechos, la marginalidad es un responsabilidad de todxs. Marchemos por igualdad de condiciones y para que las políticas de estado garanticen la.cobertura de necesidades basicas para todxs
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