Las chicanas y los memes de este
diciembre de 2018 tan convulsionado giran en torno al triunfo de River en el
partido más importante de la historia y la supuesta igualdad de condiciones que
eso genera tras el inolvidable descenso del equipo de Nuñez. Tristemente para
los de Gallardo, ningún título funcionará como borratinta o Liquid paper: la
historia dirá siempre que el 26 de junio de 2011 River se fue a la B. Y no
habrá -jamás- triunfo ni goleada ni paternidad que haga desaparecer tan incomparable deshonra deportiva.
Perder finales es doloroso. Máxime si es contra el eterno rival y en una instancia que difícilmente tenga
revancha alguna vez. Sobre todo si de los últimos choques trascendentes
perdiste todos, aunque un par hayan sido vía escritorio o arbitrajes
escandalosos. El lunar será indeleble y la tristeza también, pero jamás puede
equipararse a la humillación que implica descender. Por más que el hincha de
River viva su época más gloriosa, por más que sienta que nada lo puede
vulnerar, por más que se pellizque para comprobar si es cierto que en el último
lustro lo tiene de hijo a Boca y lo avasalló en instancias cruciales e
históricas, nunca dejará de sufrir el dolor inconmensurable que arrastra desde aquel
invierno de 2011, el más helado de su existencia.
Perder una final no implica
fracaso, simplemente no fuiste el mejor porque otro te superó. Tiene sus
méritos, y no son pocos. Tuviste que hacer goles, evitar los ajenos, meter,
sufrir, pedir la hora, superar instancias de tensión. Plantarte de local, de
visitante, imponer condiciones, vencer obstáculos, rendir al máximo. Sin dudas
habrá faltado el último escalón, pero ser segundo te deja a un paso de la cima,
lugar bastante apreciado e irrazonablemente desvalorizado y que no cualquiera
alcanza (de hecho, las finales las juegan solo dos equipos mientras los demás
participantes la miran por TV). Y justamente ese combo de situaciones es la
antítesis de lo que significa descender. Para perder la categoría, tenés que
haber fallado goles importantes, tenés que haber recibido goles imperdonables,
te tiene que haber ido mal de local y de visitante, habrás reclamado más minutos de descuento, las tensiones te habrán
superado, las dudas habrán hecho que no puedas rendir al máximo, habrás fallado
penales claves, tu hinchada no habrá aportado lo necesario, tus ídolos habrán
perdido idolatría.
Perder la final significa que no
fuiste el mejor pero estuviste cerca, descender implica ser el peor o estar muy cerca. Una situación
está llena de méritos y la otra colmada de desméritos. Una evita que seas más
grande aún, la otra recorta tu grandeza y te retrasa varios cuerpos en la carrera
por ser el mejor de la historia. En Argentina sigue habiendo un solo equipo que
jamás perdió la categoría (y en el mundo, alcanza con una mano para contarlos).
Hasta que eso no pase, toda discusión racional se volverá estéril.
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