- ¿Vos no cenás, má?, pregunté con la inocencia impune que te otorga tener 8 años
- No, hoy no tengo hambre, dijo ella con una sonrisa.
Mientras mojaba el pan en el mate cocido y miraba a mi hermano hacer lo mismo totalmente despreocupado, me quedé pensando. Me pareció raro porque al mediodía habíamos comido un poco de guiso que había quedado del día anterior pero no era mucho, que digamos. Lo que sí hizo mi vieja fue prepararse una taza para ella con los dos saquitos que había usado para hacernos a nosotros “porque no le gustaba muy fuerte”. Tomaba amargo porque le gustaba así.

También con el tiempo me di cuenta que cada vez que llovía fuerte y nos inundábamos no era porque ella era una estúpida que no podía atajar el agua ni levantar el piso de la casa. Cada vez que llovía fuerte, las pocas pertenencias se arruinaban y era un incesante volver a empezar, desde la nada misma.
Con el tiempo entendí que su mirada eternamente triste estaba vinculada con eso: con su impotencia y su dolor por no poder darnos una vida digna, sin tantos apremios, carencias y humillaciones, crudas, constantes y que te marcan para siempre. Con el tiempo me di cuenta que ser pobre te hace bajar de todos los colectivos, todo el tiempo. Del del trabajo, del del estudio, del de los juegos, del de la inocencia, del de los sueños. Y del más grave de todos: del de la dignidad.
Hoy escucho a muchos de mis alumnos del conurbano que cada vez más seguido se bajan del colectivo. Y lo peor no es que no tienen para viajar: no tienen crédito en la SUBE de la vida y sienten que no pueden ir a ningún lado. Después, cuando reaccionan como pueden ante tantas injusticias, tantas humillaciones, tantas desigualdades, quienes siempre viajaron en auto piden mano dura. Se ve que todavía no entendieron.
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